Pero el ciego me hizo sentir el encanto del mar, que es de naturaleza femenina, captante, fascinadora, suave, suave… Los enamorados del mar parecen enamorados de una mujer, y parece que todos los que han vivido cerca del mar se enamoran. Es una mujer y una mala mujer. El ciego decía: «Yo siempre tuve miedo al mar, mucho miedo; pero no puedo vivir sin él. Vivo aquí porque estoy ciego y ya, para el caso, lo mismo da estar en una parte que en otra porque lo llevo dentro de mí». A veces, cuando habían regado las calles asfaltadas, el ciego decía: «Huele un poquiñín a mar». Él decía un poquiñín. Y cuando pasábamos cerca de una de esas señoras elegantes que llevan un perfume sin perfume, una cosa que huele a mañana, ¿me entiendes? entonces el ciego decía: «Huele a mar». ¡Cosa más rara! Yo creía, o me figuraba, que el ruido del mar era un ruido enorme, y así, un día, estando en los andenes del paseo de coches, le dije: «¿Es éste el ruido del mar?». Él se enfadó y contestó: «El mar no hace ruido, el mar tiene voz. Éste es un ruido que se coge con las manos». Y en cierta ocasión, estando sentados en Recoletos, pasó junto a nosotros un niño que arrastraba sobre la arena, a golpes, un cajoncito de madera. Dijo el ciego: «Ésa es la voz del mar. Son las últimas olas pequeñinas de la playa». Yo no caía al principio en la cuenta, porque apenas sí se oía el ruido del cajoncito. Y como yo me asombrase, el ciego añadió: «Siempre es esto, pero en grande».
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