AMO mi cuerpo;
sus vértebras hendidas
por aceros
vivientes, sus cartílagos
abrasados,
mi corazón ligeramente húmedo
y mis
cabellos enloquecidos
Amo también
mi sangre
atravesada por gemidos.
Amo la
calcificación y la melancolía
arterial y
la pasión del hígado
hirviendo en
el pasado y las escamas
de mis
párpados fríos.
Amo el
estambre celular, las heces
blancas al
fin, el orificio
de la
infelicidad, las médulas
de la
tristeza, los anillos
de la vejez
y la influencia
de la tiniebla
intestinal.
Amo los
círculos
grasientos del
dolor y las raíces
de los
tumores lívidos.
Amo este
cuerpo viejo y la sustancia
de su
miseria clínica.
El olvido
disuelve la
materia pensativa
ante los
grandes vidrios
de la
mentira.
Ya
todo está
dirimido.
No hay causa
en mí. En mí no hay
más que cansancio
y
un antiguo
extravío:
ir
de la
inexistencia
a la
inexistencia.
Es
un sueño.
Un sueño
vacío.
Pero sucede.
Yo amo
todo cuanto
he creído
viviente en
mí.
Amé las
manos
grandes de
mi madre y
aquel metal
antiguo
de sus ojos
y aquel
cansancio
lleno de luz
y de frío.
Desprecio
la
eternidad.
He vivido
y no sé por
qué.
Ahora
he de amar
mi propia muerte
y no sé
morir.
Qué
equívoco.